* M a R i L ú - A r T í C u L o *

 

 

“El tiempo está afuera de nosotros. No nos pertenece. Podés llegar cinco minutos tarde a un lado y no pasa nada. El tiempo sigue siendo el mismo.” Dicho esto, Maia Ravicovich se recostó sobre su cama, tomó al perrito de peluche, lo abrazó y comentó: “Mirá, ¿no es encantador?”. Bueno, no resulta tan obvio, pero Maia tiene 10 años y lo del perrito de peluche no debería causar sorpresa. Es una baby gifted, como los llaman en Estados Unidos, una de entre los 300 chicos superdotados o prodigios, según la definición vernácula, que pasaron por la Fundación para la Evolución del Talento y la Creatividad. En los talleres, Maia se reunía con chicos de diferentes edades, para hablar de física nuclear, pintura o filosofía, y jugar con muñecas o figuritas. Después de 10 años y tres centenares de babies en los talleres, el espectro se amplió a tal punto que la fundación decidió abrir la primera maestría en el país para que los docentes aprendieran a enseñar sin complejos a los superdotados chiquitos.


“Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.” Maia se detuvo en ese número. “¿Qué dijo?”, preguntó papá Ravicovich mientras conducía el auto. “No sé, no sé, parece que contó hasta ocho”, intentó explicar mamá Ravicovich. Papá Ravicovich frenó de golpe. La nena, sentada en el asiento trasero, no tenía dos años. A esa edad también miraba con curiosidad las letras. Pero papá y mamá Ravi recién supieron que Maia sabía leer de corrido, y comprendiendo el significado, cuando cumplió 4 años y 4 meses. A esa edad, la nena no sólo reconocía las letras sino que además les daba un nombre particular: por ejemplo, la M no era de manzana sino de Maia, por lo que no la llamaba M sino 14 de abril, por el día de su cumpleaños. Le regalaron un librito para el Día del Niño y mamá quiso jugar con la nena: “A ver, ¿qué dice acá?” y Maia leyó ésa y todas las páginas del libro de corrido. “¿Y con esto qué hago?”, fue la primera pregunta que se hizo la madre después del juego.
El cuarto de Maia es el de una niña común. Paredes empapeladas de posters, muñecos, fotos y una repisa con libros. Nada sugiere que se trate de una pequeña prodigio, salvo una imagen que intranquiliza y contrasta entre tanto peluche y Mickey mouse: una pantalla con su CPU y su impresora, junto al león Simba y cerca de la Llama que llama.
Maia explota su geniecillo en las artes plásticas y en lo escenográfico. Piensa seguir su carrera en la Escuela de Arte Dramático. Quiere ser actriz, aunque a los 7 años ya cumplía su rol protagónico en la tira “Cebollitas” y después en “Mamitas”. “Tenía siete años y yo la ayudaba a memorizar libretos –recuerda mamá Ravi–. Me sentaba frente a ella con el texto en la mano. Un día me di cuenta de que ella leía el guión al revés.” En el intermedio de ambas tiras, Maia pasó 15 días junto a la comunidad de los wichis, en Misión Chaqueña, un pueblito a 70 kilómetros de la Embarcación salteña. Allí aprendió a amasar y hacer tortas fritas. También extrajo una observación: “Son tan pobres que los chicos juegan con nada”.

 

 

 

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